“¡Ah! ¡El viento!...¡la música de los árboles!”
La frase sorteó las irrefutables razones de mi cabeza trasladándose derecho a mi alma siempre ávida de encontrar belleza donde no debería haberla, como irresistible
y empecinado argumento de la vida misma.
Las palabras procedían del Padre Damián, un sacerdote que
atendía en uno de los lugares más bellos de la tierra, una de las situaciones
más desagradables de la misma. Porque el
Padre Damián atendía leprosos en la bella Molokai, una isla de Hawai, dónde
finalmente moriría contagiado de la misma enfermedad.
Por horas la visión del humilde hospital hediendo a muerte y
carne enferma contrastaron en mi alma con sus alegres palabras que solía repetir mientras veía
los árboles por una de las ventanas y sostenía la mano vendada de un enfermo.
Belleza en medio del horror. Disfrutar en medio de la peor
situación. Encontrar luz en medio de la oscuridad.
Yo encontré mi primer esbozo de libertad en un hospital
ayudando a gente a morir. Mi padre encontró la belleza que me transmitió
mientras en su mente aún convivía el horror del bombardeo que aniquiló Dresden
y que fue obligado a presenciar como oficial prisionero. Mientras escribo estas
líneas miro las hojas de mi jardín moverse bajo el suave viento del otoño en un
día desierto. Porque no podría ser el viento la música de los árboles, porqué
no estaría Dios pensando en acariciar mi mejilla a través de la brisa del
atardecer…
Texto: Edith Gero
Imagen: Wailau-NorthShore (Windy K McElroy)/vía: www.totakeresponsibility.blogspot.com
Comentarios
Publicar un comentario