Vestido de Gracia


Durante años tuve un elegante traje completo con saco, pantalón y hasta sombrero. Me consideraba bien elegante vistiéndolo y confiaba en que otros estaban de acuerdo conmigo.
Los pantalones estaban hechos de la tela de mis buenas obras, fuerte tejido de obras hechas y proyectos acabados. Algunos estudios aquí, algunos sermones más allá. Muchas personas elogiaban mis pantalones y, lo confieso, tenía la tendencia de exhibirlos en público para que la gente los notara.
La chaqueta era igualmente impresionante. Estaba entretejida con mis convicciones. Cada día me vestía con profundos sentimientos de fervor religioso. Mis emociones eran bastante fuertes. Tan fuertes, a decir verdad, que a menudo me pedían que modelara en reuniones públicas mi saco de celo para inspirar a otros. Por supuesto, me encantaba hacerlo.
Mientras lo hacía, también mostraba mi sombrero: un tocado emplumado de conocimiento. Hecho con mis manos y de la tela de la opinión personal, lo llevaba con orgullo.
Sin duda, Dios está impresionado con mi atuendo, pensaba a menudo. A veces entraba a su presencia contoneándome para que El pudiera elogiar mi atuendo hecho a la medida. El nunca dijo nada. Su silencio debe ser de admiración, me convencí.
Pero entonces mi traje empezó a desgastarse. La tela de mis pantalones se estropeó. Mis mejores obras empezaron a descoserse. Empecé a dejar más cosas sin hacer y lo poco que realizaba no era nada de qué jactarse.
No hay problemas, pensé. Me esforzaré más.
Pero esforzarme más era un problema. Había un agujero en mi chaqueta de convicciones. Mi resolución estaba desgastada. Un viento frío me penetró hasta el pecho. Quise ajustarme bien el sombrero, pero el ala se desprendió por completo.
En pocos meses mi ropaje de autojusticia se descosió por completo. Pasé de vestir un traje estilo sastre a los harapos de un mendigo. Temeroso que Dios pudiera estar enojado por mi traje estropeado, hice lo mejor que pude para remendarlo y cubrir mis faltas. Pero la tela estaba muy gastada y el viento era tan helado que me di por vencido. Volví a Dios. (¿A dónde más podía ir?)
Un jueves por la tarde, siendo invierno, entré en la presencia de Dios no buscando aplauso, sino calor. Mi oración fue febril.
—Me siento desnudo.
—Lo estás. Y lo has estado por mucho tiempo.
Nunca olvidaré lo que El hizo enseguida.
—Tengo algo que darte—dijo.
Con gentileza quitó los hilos que quedaban y luego tomó un manto, un manto real, el ropaje de su propia bondad. Lo puso alrededor de mis hombros. Las palabras que me dijo fueron tiernas:
— Hijo, ahora estás vestido con Cristo (véase Gálatas 3.27 ).
Aun cuando había cantado mil veces el himno, finalmente lo comprendí:
 "Vestido solo con su justicia, para estar impecable ante su trono".
Tengo la impresión de que algunos saben sobre qué estoy hablando. Estás vistiendo un traje que te has hecho a mano. Has cosido tus propios vestidos y andas ostentando tus obras religiosas… y ya, has empezado a notar un desgarrón en la tela. Antes de que empieces a remendarlo, me gustaría comentarte algunos pensamientos sobre el más grande descubrimiento de mi vida: la gracia de Dios.

Texto: Max Lucado
Imagen: Hombre y Estilo

Comentarios