Promediaba
la mañana en las frías calles vestidas de invierno. Miraba yo desde la
ventanilla la aletargada ciudad de colores dormidos, hasta que el transporte
urbano se detuvo en la Ciudad Universitaria y entre el habitual bullicio de los
estudiantes subió «él».
Era tal su
determinación de ser uno más y pasar inadvertido, que como todos caminó
respetando el orden de la fila de ascenso, y al subir pasó con determinación al
fondo cual experimentado viajero. Pero «él» no pagó boleto, y no pasó mucho
rato para que luego de ser abucheado sin éxito la patada de un pasajero lo
devolviera a la cruel realidad: a la calle.
Porque «él»
era un perro vagabundo… Sucio y con un costado pelado de tanto dormir en la
tierra de los basurales, se había ingeniado para ser por un momento parte del
grupo de gente, y por esos breves instantes experimentar pertenencia.
Pero era
sapo de otro pozo.
Gran parte
de nuestra vida, si no toda, la pasamos buscando satisfacer ese sentimiento de
pertenencia y aceptación, de encontrar una mirada empática en los otros. A
diario miles de personas nos colgamos máscaras, sonrisas y actitudes importadas
e impostadas que no nos pertenecen buscando ser aceptados. Ser parte de cierto
grupo, dejar de experimentar rechazo y aislamiento es la meta. Pero la mayoría
en algún momento o lugar terminamos experimentando ser sapo de otro pozo.
A veces en todos…
La
nostalgia de pertenencia y aceptación nos lleva a idealizar lugares,
comunidades o personas mediante frases como “este es mi lugar en el mundo” o
“solo aquí me he sentido aceptada” pero, al fin, siempre la incomodidad aparece.
O tal vez siempre estuvo presente, solo que nuestra necesidad prefirió
eludirla.
Como hija
de inmigrantes de expatriación forzada por la segunda guerra, conozco de
primera mano ese profundo sentimiento de no hallarse en ningún lado. Sentirse
fuera de lugar, no lograr encajar, ni dar el perfil ni talla. Para explicarme
mejor, sería como colarse en una fiesta sin invitación, sin conocer el código
de vestimenta ni a nadie. Pero las personas terminamos amoldándonos a las
situaciones; y al fin nos acomodamos en ese sofá que, aunque cómodo, nunca
termina de sentirse nuestro. Entonces, damos lugar a las excusas que intentarán
vestir al extraño con el código del lugar: “Es porque no tengo tal cosa, ni
alcancé tal otra, ni creo que este sea mi lugar... Tengo una mala racha y he
pasado por mucho, pero cuando lo logre seguro me sentiré diferente”
Pero, cuando puedo, alcanzo y tengo… ¡el
sentimiento persiste!
Tal vez
debamos cambiar el enfoque de nuestra búsqueda y entender lo que nos dijo C.S.
Lewis acerca de que “las cosas terrenales no pueden llenar un corazón hecho
para el cielo”. Y mientras esperamos
que un día en la eternidad nuestro corazón encuentre en la Gracia su hogar real
y podamos experimentar total pertenencia y aceptación, sostengámonos unos a
otros en el caminar con empatía y respeto por las diferencias, entendiendo que
al fin todos somos extranjeros y peregrinos en este episodio terrenal.
Esta vida
es fugaz, como una sombra, como la chispa de una hoguera, seamos amables y
solidarios con los demás. Que tengas buen camino hasta llegar a tu hogar.
Por: Edith Gero
Imagen
de (El Caminante) en Pixabay
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