El largo y seco invierno pasado, continuado en una primavera
con demasiada falta de agua, nos recuerda que hay tiempos así en el caminar: estaciones
que llamamos “sequía” … No hay nada, no brota nada, no hay color, la garganta
arde de sed, todo es áspero y uniformemente gris. Hasta el cielo parece cerrado
y lejano, desvanecido tras el polvo.
Preocupa el no entender qué pasa, y pasamos del análisis exterior
a un rastreo de la situación personal. Sólo para encontrar que el origen del “no
se qué” no está ni en el enojo, ni en la frustración, ni en la tristeza; ni
mucho menos en los otros que se niegan a aparecer para ser responsables. No hay razón ni culpable. Estamos secos, y la
uniformidad terrosa empieza a parecer poco segura, como si fuéramos a resbalar
en cualquier momento por ella hasta caer sin rumbo.
La ausencia de tormentas que da lugar a la sequía puede
empezar siendo confortable, después de todo el viento no golpea los postigos en
las noches con sus ruidos extraños, y los truenos y cielos oscuros no amenazan
nuestra calma. Pero luego vienen agobio y desazón a instalarse como visitas no
deseadas en el living del alma, nos llenan el corazón con sus tonos terrosos y
la incertidumbre se adueña de nuestros pasillos interiores.
Si el tiempo seco ha llegado a tu vida sólo mantente
esperando, como espera la tierra reseca la lluvia, como espera la noche por
otro amanecer, como espera el invierno la primavera mientras guarda la memoria
de las flores dormidas.
Esperar cosas buenas en medio de una gran sequía, es haber
aprendido a guardar la esperanza.
“Será como la luz de la mañana, como el sol brillante de un
claro amanecer,
¡como la lluvia que hace renacer la hierba!” 2 Samuel 23:4
#Desiertos #Esperanza
Autor: Edith Gero
Imagen: MonikaP, en Pixabay.
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